Chamanes eléctricos en la fiesta del sol, de Mónica Ojeda (Random House) | por Gema Monlleó

Mónica Ojeda | Chamanes eléctricos en la fiesta del sol

“Sirenas cantan
Con sonidos de muerte”
“Sirenas andinas protegen
El canto de las ballenas.
Sirenas cantan en los Andes”
“Sirenas cantan en los Andes.
Su nado es un galope.” 

Mónica Ojeda (Ecuador, 1988) ama los volcanes. Yo también, aunque no todos. Yo amo los suyos, los de sus libros, los que entraron en erupción cuando leí Mandíbula (Candaya, 2018), y ahora los de Chamanes eléctricos en la fiesta del sol (el Antisana, el Chalupas, el Chimborazo, el Cotopaxi). Y amo también el Tambora, el volcán indonesio que tiñó Europa de gris en 1816 (pero esa es otra historia). Leer a Ojeda es adentrarse en la aventura de la lava y la ceniza, es pisar tierra negra y no temer a los ríos de fuego, es disponerse para un baile que, en esta última novela, tiene ritmo de “música under post-andina, de retrofuturismo trash ancestral”. Recuerdo que con Historia de la leche (Candaya, 2020) el mundo poético de Ojeda retumbó en mi interior con un gran estallido magmático, recuerdo que volví a leer sus novelas anteriores porque desde la epifanía de los versos su voz narrativa sonaba distinta (“Antes del libro de los abismos no existía la verdad / Ahora la verdad existe y es un monstruo incomprensible”) y recuerdo también las palabras de Ariana Harwicz en la contracubierta de aquel poemario que ahora adquieren una nueva dimensión: «Por eso hay que leerla como hay que entrar al bosque a respirar al revés».  

Festival Ruido Solar, año 5550 del calendario andino, ladera volcánica, donde la tierra truena y el derrumbe asoma, después de una lluvia de pájaros muertos, a pocas noches para la celebración del solsticio del Inti Raymi. Allí Nicole y Noa, dos amigas guayaquilenses que huyen de la violencia familiar y ambiental para celebrar el misticismo del ritmo, ambas adentrándose en el bosque, ambas dispuestas a respirar del revés (“para hacer música, hay que aprender a amar la muerte”). Y con ellas un coro polifónico de jóvenes dejando atrás las narcobandas que asolan el país para imbuirse en la lisergia musical (“la poesía y la música atraen a los que están perdidos y necesitan encontrarse”), en un imaginario de posibilidades en el que el cuerpo asustado sea, paréntesis locus-temporal mediante, un cuerpo libre en identidad expandida (“bajamos y subimos los brazos, hicimos muecas y expresiones que pretendían recrear un ritual y, entre el humo de la fiesta, fuimos jóvenes porque nos atrevimos a quitarle el peso a la muerte”). 

Chamanes eléctricos en la fiesta del sol reúne todos los elementos de la literatura de Ojeda (la violencia, el abandono, el poder del cuerpo, la(s) fuerza(s) de la naturaleza, la amistad y el amor vs el miedo a la soledad, el azar vs las decisiones (o a pesar de ellas), la familia, las revelaciones (y sus disfraces), los pactos mágicos) y los lanza a bailar como Diablumas (“un Diabluma tiene dos rostros: uno que mira hacia adelante y otro que mira hacia atrás. Tiene colores y doce cuernos. Solo el Diabluma prende el fuego de la fiesta del sol”) bajo una música de acordes noise chamánicos y tecnocumbia espacial (“la excitación como resistencia a la muerte”) hasta el momento del pogo, la lucha lisérgica de meteoritos humanos: golpes y caídas alimentando “el deseo loco que tenemos por la destrucción”. Leo esta novela como una novela-conjuro, como una novela-olvido, como una novela-antídoto contra un narcoestado que lastra y enferma y maldice y hiere y mata a una juventud que se rebela contra balaceras y sicariatos bailando y rotando y danzando y girando y sudando y excitándose (“las horas pasaron así, celebrando al ritmo de una música que nos gritaba que éramos lo opuesto a un muerto y que en eso consistía nuestro gozo”) hasta (casi) provocar la explosión de los volcanes (“las cuevas se abren y llenan el mundo con su orgasmo rojo”)  y (algunos) desaparecer(se) en ellos (“si una estrella o una persona desaparecen es porque están muertas, aunque los desaparecidos del festival estaban vivos escapando de su propia muerte”). Porque en Chamanes eléctricos en la fiesta del sol pesan tanto las presencias como las ausencias (las que son, las que serán), porque tinieblas y sombras y piedras y tormentas y llantos ardientes son voz y canto en vida y sueño, en ser y no ser “en la noche triste del pecho”, en coros de cantoras que se me asemejan a las brujas de Macbeth. Porque en la novela la característica prosa perturbadora de Ojeda se suaviza con lirismo cada vez que los temblores despiertan (“recuerdo lomos y patas negras, crines flotantes, ojos aterrorizados por la noche eléctrica”) y los cantos de sirenas volcánicas hechizan (“chilotas, shumpalles y picoyas”) y los rayos ciegan hasta transformar los ojos en lunas (“los volcanes son los lagrimales de la tierra”) 

Porque serán los truenos (“oigo truenos que ya ocurrieron”) los que despierten el andar durmiente de Noa (Noa la silente, la que no tiene voz en la novela porque es dibujada y revelada a partir de las voces del resto), el trance fantasmagórico hacia atrás, un atrás que la dirige a los volcanes, un atrás que es el saco amniótico primigenio (“en mis sueños estoy ciega, decía Noa. Ciega como antes de nacer”), la infancia del abandono que la lleva al Ruido para continuar hasta el hogar del padre abandonador (ante el que yo empatizo peligrosamente). Porque los truenos provocan la embestida de una yeguada y hacen emerger en Noa la sombra y el relincho y la palidez quebrada que anuncian un chamanismo incipiente que buscará y encontrará alimento en la casa paterna (que es también la casa de una abuela muerta que, cual Dra. Frankenstein, creaba criaturas multiformes con pedazos naturalizados de animales en la falda del volcán -y de nuevo 1816 asomándose-). Noa, voz de doble voz en metamorfosis (“una de sus voces era aérea y la otra subterránea. Que una parecía viva y la otra muerta”), cuerpo roto al borde del canto (“el canto es la unión entre lo presente y lo ausente, el ritual de la seducción insistiendo en que la vida continúe”), fertilidad chamánica bebiendo esperma de volcán (“toda cabeza es una cueva que sueña. Cada ser vivo tiene un bosque primario en su mente”). 

La voz coral y magnética e hipnótica de los jóvenes en el Ruido contrasta con la voz silenciada de Ernesto, el padre de Noa (“las palabras que son pronunciadas violentan la divinidad del silencio. / Las palabras escritas la protegen”): un hombre abocado a un cráter de silencio sanador, que sabe de manera empírica que las palabras en voz no son respuesta para sus actos y que escribe como acto de expiación paternal (si es que hay expiación posible para el abandono, “soy un hombre apto para el mal y no es el mal lo que deseo, sino el bien). Su vida ermitaña en el bosque, amputando sentimientos y recuerdos (la habitación de la madre, la chamana primera, cerrada), colisiona con la catarsis espiritual de Noa y su refundación de la escucha tras la música eléctrica. Un conjuro de doble dirección que mantiene unidos a padre e hija en la distancia, el conjuro del mito de la abuela, la herencia intergeneracional, la puerta que sólo puede abrir el padre para señalarle el camino a una hija que ya no será la abandonada sino la que abandona abonando con su propia salvación la tierra estéril del padre.  

En Chamanes eléctricos en la fiesta del sol me resuenan telúricos los relatos de Philip K. Dick (¿quizás el título lo homenajea?) y de Mariana Enríquez, el determinismo poético de los románticos ingleses (Shelley, Byron, Keats), la lluvia galvánica de Mary Shelley, la opresión rodorediana de La mort i la primavera, el eco lisérgico de Lowry, Rulfo y García Elizondo (Una cita con la Lady) y cierta poética bolañiana tanto de la juventud como del horror. Todos ellos podrían bailar en el Ruido bajo la mirada enmarañada en volutas de humo de Leopoldo María Panero (“rociaremos con vino, orina y sangre / las iglesias / regalo de los magos / y debajo del crucifijo / aullaremos”) y los ritos de iniciación de H.P. Lovecraft antes de que estallen los volcanes y pidamos protección a las arañas de Louise Bourgeois. 

Termino esta reseña apropiándome de las palabras del padre de Noa desde el juego compositivo de la exhumación literaria. Él, Ernesto Aguavil, es mi personaje preferido del libro, el más incómodo por sus aristas que son las que me atraen de manera irrefrenable. No quisiera yo a Aguavil como padre, tampoco me reflejo en él como madre, pero si hay una sirena entre los volcanes de los Andes esa es él, el del canto mudo, el de las palabras sólo escritas, el más roto de todos los personajes. Que Ojeda me perdone por desordenar su poética en unos versos con los que también le doy las gracias a ella por llevarme al Ruido Solar. 

Cuadernos del Bosque Alto (año 5540, calendario andino) 

“En un principio era el verbo y el verbo estaba con el padre, y el verbo era el padre” 

“Cosmos y sangre”

 “jamás fui el abrevadero de mi hija. Soy culpable de eso y más”

 “Una niña-zorro”
“El dolor del mundo crece
Por todo lo que no es suficiente.”
“Yo me llamo Ernesto.
Significa: el jamás vencido”

“El silencio es solo una pausa.
Lo que viene después es por fuerza violento.”
“No sé ser un hombre que cuida de lo vivo.
No sé pronunciar la palabra que calma la sed.”
“yo no sé de palabras líquidas,
No conozco la transparencia”
“Esta es mi casa. Esta es mi montaña. 

Dios sabe quién soy.” 

“(Una hierba que es doblada por el viento)” 

“mi afuera es la cordillera.”
“Quiero que sea mi espejo certero.” 

“Dios nos hizo temblorosos en un mundo sin piedad”
“Levitantes.”
“Todo amor que es frágil, pesa.” 

“Una herida descubre
El paisaje interior que ignoramos.
Estar herido es el precio de la revelación.”
“Estoy despierto.” 


Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *

Este sitio usa Akismet para reducir el spam. Aprende cómo se procesan los datos de tus comentarios.